¿Revolución?, por Manuel Castells
Sin dimisión, revolución!", coreaban los manifestantes contra la corrupción política en las calles del país. Fuerte palabra, evocadora de destrucción y violencia. Y, sin embargo, técnicamente hablando, una revolución política es el proceso de cambio estructural de las formas de gobierno por caminos no previstos institucionalmente. Frecuentemente con acciones pacíficas, aun con episodios de violencia aislada. Las revoluciones surgen de la combinación entre una situación insoportable y el bloqueo institucional a la expresión mayoritaria de la voluntad popular de cambio político. Esa parece ser la situación en España en este momento. De ahí surge el "que se vayan todos" o "el pueblo unido funciona sin partido". En un reciente artículo, el prestigioso periodista Manuel Campo Vidal señalaba la coincidencia de una grave crisis económica y social; la convicción generalizada de que la corrupción política es sistémica y afecta a todos los partidos; una crisis de legitimidad de la monarquía envuelta en escándalos de índole diversa; y un avance notable del soberanismo catalán y, en menor medida, vasco. Según una encuesta de Metroscopia realizada antes de la insustancial comparecencia de Rajoy, la expectativa de voto del PP ha caído al 23,9%, 22 puntos menos que en las legislativas. Y el PSOE, en lugar de ser alternativa, se sitúa por debajo, con un 23,5%. Pero ese porcentaje es sobre votos válidos con una participación, según la encuesta, del 53%. No sólo el primer partido es la abstención, sino que nos gobierna una arrogante entelequia que cuenta con el apoyo de apenas un 13% de los ciudadanos. Y así las cosas, se enroca el presidente, se blinda el PP y se invoca la Constitución que de tanto mentarla para justificar entuertos acabará en la basura de la historia. El 76% no se cree las explicaciones del PP. Y ante todo eso, lo único que pide Rubalcaba, tras titubear, es que dimita Rajoy y pongan a otro de la misma trama, puesto que lo que parecieran revelar los papeles de Bárcenas es una trama extendida al conjunto del liderazgo del PP y organizada en su origen por Aznar. Si Rajoy está pringado, lo están todos. Y si Rubalcaba no pide elecciones es porque sabe que el revolcón le alcanzaría a él y se podría estar en una situación de hundimiento de los grandes partidos. Si el rechazo contra el PP y los partidos es generalizado, en promedio un 80% según los temas, y los partidos se niegan a convocar elecciones, en medio de una crisis total, no es disparatado hablar de la necesidad de una revolución política pacífica. ¿Pero cuál?
He consultado fuentes diversas, tanto dentro del 15-M como de ciudadanos indignados por libre. Y se perfilan algunos escenarios posibles. No son fantasías juveniles, sino que tienen el precedente de Islandia, donde las movilizaciones del 2008 y el 2009 obligaron a convocar elecciones en las que se hundieron los dos grandes partidos tradicionales y pasó a gobernar una coalición que nacionalizó los bancos y elaboró una nueva Constitución con amplia participación ciudadana por internet. Hoy Islandia crece más que Alemania y goza de estabilidad financiera y política. Es un pequeño país, pero la democracia no depende del tamaño de la población, sino de la voluntad del pueblo.
El cambio político podría empezar con la convocatoria inmediata de elecciones mientras administra el país un gabinete técnico de consenso. Pero por sí mismas las elecciones no resuelven el problema, porque casi todos los partidos actuales forman parte de ese sistema deslegitimado para la mayoría de los ciudadanos. La palanca del cambio podría ser una coalición compuesta por asociaciones cívicas con apoyo de alguno de los pequeños partidos existentes coincidentes, como en Islandia, en un solo punto programático: elaborar una nueva Constitución que reforme el sistema político, incluyendo una ley electoral, control de la financiación y medidas concretas contra la corrupción previa investigación y sanción de las irregularidades cometidas. El mecanismo de reforma de la Constitución debería ser ampliamente participativo, como en Islandia, e incluiría el debate sobre las nacionalidades del Estado y sobre el control de la banca. Una plataforma electoral de este tipo tendría una posibilidad real de llegar al Gobierno contando con un apoyo de los movimientos sociales, de jueces realmente defensores de la justicia y de periodistas profesionales que influyeran en sus medios. Lo demás sería cuestión de iniciar una reforma política en profundidad mientras un gabinete provisional y supeditado a los electos gestiona la crisis defendiendo los intereses de la gente.
Precisamente porque es posible un cambio pacífico por vía electoral los grandes partidos rechazan las elecciones. Y ahí se plantea cómo obligarlos a su convocatoria. Mis interlocutores hablan de una movilización multiforme que incluya manifestaciones, ocupaciones del espacio público y ocupaciones de edificios en los que funciona una administración que en la práctica ha usurpado el poder. Edificios que podrían ser ocupados desde dentro por quienes ahí trabajan. Claro que la policía impide ocupar el Parlamento, pero sería imposible prevenir la ocupación de centenares de edificios en todo el país. Lo cual requeriría que millones, no miles, fueran los ocupantes. Por tanto, se trata de conseguir una movilización mucho mayor de la ciudadanía. Y ahí es donde la ocupación simbólica del espacio de la comunicación por los profesionales de los medios y por internet desempeña un papel decisivo. Si la intransigencia de los políticos continúa, formas de desobediencia civil más radicales pueden desarrollarse, desde suspender el pago de hipotecas hasta retener el pago de impuestos esperando un gobierno que el movimiento considere democrático. Y con la posible cooperación de unos policías que cada vez están menos dispuestos a ser los malos de la película en temas en los que en realidad están de acuerdo. Si una clase política deslegitimada (para el 60% la mayoría de políticos no son honestos) rechaza una reforma creíble de sí misma, una revolución, adaptada en formas y contenidos a nuestro contexto histórico, tiene más visos de realidad que la permanente ocupación del Estado por unos representantes en los que los ciudadanos no se reconocen representados.
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